In memoriam Argiro Ochoa

El glaxiporro. Una forma de bailar el porro en la ciudad

A bailar porro...a bailar el glaxiporro


 Reflexión No 33. abril 2021
¡El glaxiporro!




En nuestro constante interés de hacer uso del material de archivo, nos encontramos la Revista Micro, revista que circuló en Medellín en la década de 1940 cuyo propósito era dar cuenta de la actualidad radial, del cine y de las actividades musicales entre otros temas de interés artístico. La colección se puede ver en línea en el Repositorio Institucional de la Universidad EAFIT. 

En esta revista nos encontramos un artículo titulado El glaxiporro, término usado para hacer referencia, según Andrés Ospina en su libro Bogotálogo 3.0, a la música y a los músicos de origen caribeño que en la década de 1940 se tomaron esos espacios “[…] antes vedados para este tipo de ritmos profanos […]”. En este artículo escrito por alguien llamado o que se hacía llamar Trivio, hace referencia de manera peyorativa “un engendro” a una forma de bailar porro en la década de 1940 en la ciudad, donde incluso la compara con los movimientos de animales. 

En Reflexiones Danzarias nos tomamos el trabajo de trascribirlo y, obviamente, de dejar su referencia para el uso de aquellas personas interesadas en indagar acerca de los orígenes de esa forma de bailar propia de Medellín llamada Porro Marcado.

Da un alarido destemplado el clarinete. Se inunda el salón con la cadencia de las maracas. Un moreno, chucho en mano, se pone a cantar por las narices: “Tengo que bujcá una linda mujé” y el porro queda en el aire, con todas sus estridencias. Se rebullen de pies a cabeza las parejas, y salta al ruedo, con su infalible indumentaria de ave de paraíso, el glaxiporro, variación melódica del superglaxo en edición aumentada y corregida para usos de salón.

El porro, como lo baila su engendro el muy digno glaxiporro, es de extraña contemplación. Mientras la dama tuerce los ojos y dice con la sonrisa lo que no diría con la boca hablando a todo vapor, el caballero, convertido en lagartija, la rodea. Enreda y desenreda complicadas figuras con los brazos, uno al frente y arriba, el otro abajo y atrás. Coloca el estómago en la espalda y en el pecho la columna vertebral. Se pone bizco. Palmotea. Gesticula con la boca. Contrae y expande la nariz. Grita “eeee-pa”. Y cuando parece haber hecho todo lo que un ser humano imitando a un mico puede hacer, apenas comienza. Porque entonces se acurruca, y da saltos de rama. Se endereza a medias y, moviendo los pies como si en vez de zapatos calzara jabones, se pone a buscar un botón imaginario caído por el suelo, tratando de no pisarlo. Y a tiempo que el tambor batea más de prisa y el clarinete perfora los cielos y el cantante se desgañita asegurando “me quiero casá, con una mujé”, el glaxiporro se enardece, duplica sus contorsiones, gime transpira y se desbarata sintiéndose feliz porque se adivina “genial”.

Así baila – y así vive- el glaxiporro, espécimen rítmico de dúctil contextura, totalmente refractario al ridículo. Lagarto máximo de salón. Y precursor apenas de gentes estupendas que habrán de aparecer cuando llegue la cumbia. La cumbia costeña, fabricada en candela. La cumbia, que por ser femenina, va a crear la fosficumbia. Fosficumbia y glaxiporro: ardiente y divertida va a ser la combinación.